domingo, 17 de marzo de 2013

75 aniversario de los bombardeos masivos en Barcelona




Barcelona bajo las bombas. 1938 - 2013

Relación de los siete relatos conmemorativos que la escuela “Laboratori de Lletres” ha preparado con motivo del 75 aniversario de los bombardeos masivos de Barcelona ocurridos del 16 al 18 de marzo del año 1938. Los relatos han sido dispuestos de manera que no coincidan en situaciones y temáticas.
Aquí los tenéis, por orden de aparición en el blog del Laboratori de Lletres


Marina Pintor Pareja (21 años). Estudiante de humanidades.
Autores preferidos: Maria Mercè Marçal, Joan Margarit, Gabriel García Márquez. 

Título del relato: Rossinyol
Una niña de nueve años intenta buscar ayuda para su madre, que se ha puesto de parto durante los bombardeos

Leer el relato en el blog del Laboratori de Lletres aquí.

Joan Villora Jofré (45 años). Programador informático.
Autores preferidos: Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Vernon Vinge

Título del relato: La fuente
Un obrero metalúrgico vive el bombardeo de su taller

Leer el relato en este blog aquí.
Leer el relato original de mi abuelo en este blog aquí.
Leer el relato en el blog del Laboratori de Lletres aquí.

César Ochoa (41 años). Profesor de matemáticas.
Autores preferidos: Tom Sharpe, Javier Cercas, Franz Kafka

Título del relato: El regal de la Rosa
Ana, de doce años, reflejará en su diario los tres días de bombardeos masivos de Barcelona

Leer el relato en el blog del Laboratori de Lletres aquí.

Sol Martí Ribelles (32 años). Insertora laboral .
Autores preferidos: Charles Dickens, Paul Auster, Haruki Murakami

Título del relato: L'ultima ampolla
Un bombero novato intenta ayudar en medio de los bombardeos

Leer el relato en el blog del Laboratori de Lletres aquí.

Xavi Navarro Morales (27 años). Técnico en relaciones laborales.
Autores preferidos: Javier Marías, Ángel González, Paul Auster

Título del relato: El anillo
Algunos tienen más cosas en mente, aparte de las bombas

Leer el relato en el blog del Laboratori de Lletres aquí.

Jesús Sánchez Tenedor (43 años). Archivero, historiador y documentalista.
Autores preferidos: Eduardo Mendoza, Juan Marsé, Edgar Allan Poe

Título del relato: El refugio
De cómo se establece una curiosa nueva familia en plena guerra

Leer el relato en su blog ciutatsatelite aquí.

Maria Jancomartí i Grau (28 años). Periodista de Nova Ràdio Lloret y corresponsal en La Selva de Catalunya Ràdio.
Autores preferidos: Blanca Busquets, Sílvia Soler, Isabel Clara-Simó

Título del relato: Nit de guerra
Una decisión apresurada; un estúpido error del que no se pueden borrar las consecuencias

Leer el relato en el blog del Laboratori de Lletres aquí.


Un placer leerlos.

Joan Villora Jofré

Post Scriptum:

Barcelona bajo las bombas: Aftermath

Aftermath: Una visita al traductor de Google, que os ahorro, nos desvela que son las secuelas, consecuencias, repercusiones y/o resultados de algo. Esto es justo lo que analiza Carlos Lúria Oller, nuestro profesor de novela y organizador de toda esta movida, en este enlace. ¡Pero ojo!, que hay “Spoilers”, por lo que será mejor que os leáis los relatos antes.

sábado, 16 de marzo de 2013

La fuente




Salvador Jofré Raventós, mi protagonista, mi abuelo, con 21 años

Cuarenta y seis años después, me decido a escribir sobre aquel turno de noche del 16 de Marzo del 38. Veintisiete años tenía. Mis hermanos, Joan y Pere, se habían enrolado en el Ejército, pero la industria de guerra republicana no quiso desprenderse de mí, uno de sus mejores torneros mecánicos; así que me quedé atrás, para fabricar piezas de bombas y cuidar de un padre jubilado y enfermo. El taller metalúrgico estaba cerca de la Plaza de España, en Barcelona. Aquel miércoles, sus naves también rebosaban del rumor incesante de las hileras de tornos. Yo era uno más de los hombres enfundados en batas azules que se inclinaban sobre ellos, las manos encallecidas sobre ruedas y palancas, percibiendo la fricción del cabezal de fresado contra la pieza a la que daba forma. Acababa de comenzar el turno de las diez, y ya había desconectado el motor eléctrico de la máquina para sacar el cono truncado de una nueva espoleta de tipo “Entero”, usadas en bombas de aviación. Por eso me ganaba mis buenas diez pesetas de jornal.

Mientras soplaba las virutas rizadas del aluminio sobrante, miré al fondo del taller, donde trabajaba Julián "el Andaluz", cada día más mayor y encorvado. Ya lo era el día que le pedí trabajo y, con su marcado acento sevillano, me preguntó:«¿Pero sabes lo que es un torno, xavá?». Yo negué con la cabeza. «¿Ves este grifo? Recién traío de la fundición y ya le he hecho los agujeros y la rosca, sólo queda pulirlo». «Aprendo rápido», respondí. «Pues ponte aquí, a mi lao. A ver si es verdá».

Todos le teníamos afecto; hasta los jefes. El martes se presentó con un nuevo aprendiz con cara de niño; no recuerdo su nombre. Julián le narró mis supuestas hazañas como bailarín. «A Salvador no le faltan muhere: las madres le traen a sus hijas para que las enseñe» Me tenía que haber mordido la lengua, pero dije la verdad: que ya fuera en el baile o en la cola del pan, las mujeres nos mirarían de reojo, sí; pero preguntándose por qué unos chicos tan sanos no acompañaban a sus hijos en el frente.

―Nieto, vete a dejar tus cosas en la taquilla. Ahora voy.

La voz de Julián sonó tensa. Esperó a que el chico se alejara, antes de volverse hacia mí.

―Hay que joerse, Jofré. Ni quinse años tiene; no vuelvas a mentarle el ir al frente.

Sólo atiné a callarme. Pensé que ya me disculparía con él. Más tarde.

Pero comenzaron los aullidos de las sirenas antiaéreas. Aunque la Junta de Defensa Pasiva dejó la ciudad a oscuras, la puñetera luna estaba en su pleno, descubriéndonos ante nuestros enemigos. Vi las brillantes alas de los trimotores italianos a través de un ventanal: Savoia-Marchetti S.M.81 “Pipistrello” (murciélago), procedentes de sus bases en Mallorca. Su zumbido furioso ponía la piel de gallina. De pronto escuché un silbido muy agudo y salí despedido por los aires, envuelto en un estruendo que me ensordeció. Aquella primera bomba salvó mi vida: volé hasta los pies del torno frente al que trabajaba y, aunque el golpe casi me dejó inconsciente, quedé rodeado por las gruesas placas de acero que eran la base de la máquina. Aferrándolas, me encogí y me apreté contra el suelo, aterrado. Sólo oía silbidos. Cada impacto proyectó restos de paredes, puertas y ventanas, que pasaban por encima de mí o se estrellaban contra el bendito torno. Tras el séptimo, se hizo el silencio. Pensé que, después de todo, moriría por la polvareda que me rodeaba abrasándome los pulmones. Comencé a oír gritos de angustia y mi propia tos incontrolada. Con gran dificultad, salí de debajo del torno. Buena parte del techo había desaparecido. La luna se asomaba al interior del taller, reflejándose sobre las máquinas más pesadas, las únicas que permanecían en su sitio. Me avergüenza confesar que, cuando distinguí dónde quedaban las salidas, huí a toda prisa, sin pensar en nada más.

La calle estaba destrozada, sembrada de cadáveres: civiles que huían de sus casas y no llegaron a los refugios. Sus restos yacían entre socavones, cubiertos de tierra y trozos de adoquines. Los supervivientes no atinábamos a hacer nada. Nos sacaron de nuestro aturdimiento las sirenas de dos ambulancias, acompañadas de varios camiones con soldados.

―¿Estáis heridos?―nos preguntó el que los comandaba, con voz autoritaria.

Reconocí su divisa con dos galones dorados bajo una estrella roja.

―No, mi teniente ―respondí, inseguro.

―¡Pues moveos! Llevad a los heridos a las ambulancias. Los muertos, a los camiones. Vamos, recógela.

Me señaló un pequeño abrigo tirado en el suelo. Un líquido oscuro surgía por debajo de él. ¿Era una niña? No quise darle la vuelta. Su piel parecía intacta, pero cuando alcé aquel liviano cuerpecillo por la cintura, se dobló como un muñeco de trapo al que le hubieran cosido cabellos rubios. La onda expansiva lo había deshecho por dentro; para cuando escuché que goteaba, las salpicaduras ya penetraban las perneras de mis pantalones. Olí a sangre. Horrorizado, aparté de mí el cuerpo y, tratando de no resbalar, lo llevé al camión.

Los gritos del nieto de Julián me hicieron mirar hacia las puertas del taller. Aliviado, vi que salía con su abuelo echado a la espalda. Pero el joven rechazaba toda ayuda. Comprendí el porqué, cuando le redujeron y vi cómo el escuálido cuerpo de Julián era subido a uno de los camiones.

Manos, pies, cadáveres enteros; parecía que llevábamos una hora recogiendo restos, pero no eran ni las diez y media cuando volvieron a sorprendernos las sirenas antiaéreas. El teniente nos ordenó que corriéramos a los refugios, pero todos ansiábamos regresar a casa. No volvieron a dar la luz: cuando el último camión se marchó, abandonándonos en aquel mundo en blanco y negro bajo la luna, nada funcionaba; no nos quedó otra que andar. Confundidos y sucios, comenzamos a dispersarnos sin cruzar nuestras miradas, en un mutismo sólo quebrado por algunos sollozos, entre ellos los míos. Mi casa quedaba cerca del Ayuntamiento de Hospitalet. Un buen trecho, sin más compañía que el resonar de mis pasos y las imágenes terribles que me bullían en la cabeza; y la luna, que volvía a ser amiga y me mostraba el camino entre los descampados. Al menos no hacía el frío del pasado enero, cuando las nevadas.

Estaba tan cansado. A medio camino, encontré una fuente pública y me senté, incapaz de dar un paso más. Estuve a punto de manchar su pulsador con las manos; en vez de eso, apoyé el codo en el botón y las introduje bajo el chorro helado, frotándolas con ansia. Dejé que el agua fluyera sobre ellas, sobre los puños de la bata, sobre las perneras y los zapatos, antes de echármela a la cara. Entonces lo reconocí: aquel grifo era uno de los primeros trabajos que realicé. Pasé las doloridas yemas de los dedos por su latón envejecido. «Así notarás si queda algún filo, aunque no puedas verlo», me había confiado Julián, años atrás. «Bien, Salvador. Bonita pieza» y el recuerdo de su mano en mi hombro fue tan vivo que, sobresaltado, me levanté y miré detrás de mí, al horizonte enrojecido por los ataques, donde las bombas eran truenos lejanos. Pensé en papá. Antes de irme, no pude evitar que mis dedos volvieran a recorrer el contorno de aquella fuente. Tan simple. Tan útil.

Muy bonita, en verdad.

Joan Villora Jofré.


Este relato se basa en el que realizó mi abuelo en el año 1984. Y participa en la iniciativa del Laboratori de Lletres de hacer siete relatos para conmemorar los bombardeos masivos en Barcelona que tuvieron lugar los días 16, 17 y 18 de marzo del año 1938. Aquí tenéis el enlace al relato en el Blog. No os dejéis por leer el resto de relatos, son muy buenos.

Noche de luna llena


Este relato lo escribió mi abuelo en 1984, y habla sobre lo que le sucedió la noche que bombardearon su fábrica en Barcelona. Lo transcribo tal cual al castellano, teniendo en cuenta que mi abuelo no pudo aprender a escribir en catalán, y usaba una extraña mezcolanza con el castellano a la hora de escribir.

A partir de este texto, he escrito otro para conmemorar el 75 aniversario de los bombardeos por saturación de Barcelona, que tuvieron lugar en 1938 y que dedico a mi abuelo, por supuesto.


Salvador Jofré Raventós, a los 21 años


Noche de luna llena, por Salvador Jofré Raventós

Cuando comenzó la locura de nuestra guerra entre hermanos, yo trabajaba en un taller de metalurgia en Barcelona. Por orden del gobierno republicano, nos declararon industria de guerra; teniendo en cuenta mi trabajo de tornero mecánico, no quisieron que fuera al frente,  cosa que a mí me molestaba porque veía como se llevaban a toda la juventud, y porque las pobres madres me miraban de reojo. Mi madre hacia poco que se había muerto;  quedaba mi padre jubilado y enfermo. Mis hermanos Joan y Pere ya se habían enrolado en el ejército, por lo tanto yo me quedaba trabajando y cuidando de mi padre.

Comenzaron los bombardeos y comenzó el miedo en la población y las sirenas con sus aullidos nos hacían dejar el trabajo y correr hacia los refugios. Como en el taller hacíamos tres turnos, un día que me tocaba por la noche la aviación germánica hizo su aparición. Nueve aviones en formación de a tres. Su ronroneo de abejorro ponía la piel de gallina. Toda Barcelona quedó a oscuras, pero eso sí, la noche era muy clara, porque la puñetera luna estaba en su pleno, dando un resplandor que blanqueando la ciudad favorecía a los alemanes a escupir las bombas con precisión, destrozando casas y talleres, matando sin piedad.

La mala suerte hizo que acertaran al taller: siete bombas cayeron sobre las naves, matando a dos patrones y tres obreros, dejando un buen número de heridos. La explosión de la primera bomba me lanzó bajo el torno frente al que trabajaba. Quizás esto me salvó, porque las otras iban cayendo y todo volaba, arrancando puertas y ventanas y levantando una polvareda que nos ahogaba, mezclada con los gritos de los heridos, muchos de ellos con miembros destrozados. Los que quedamos ilesos salimos a la calle a respirar y otra visión de terror nos esperaba: con la alarma y al salir la gente a la calle para ir al refugio fueron sorprendidos y las bombas hicieron una carnicería.

Poco después se presentaron unos camiones y dos ambulancias y un teniente y cuatro soldados. Nosotros estábamos atontados, caminando sin ganas sin atinar a hacer nada. Pero el teniente se dirigió a nosotros y con voz autoritaria nos ordenó que recogiéramos a los heridos y los pusiéramos en las ambulancias y los muertos, unos enteros y muchos a trozos, a los camiones.

Una vez se hubieron alejado los aviones asesinos me fui hacia casa. El bombardeo había sido tan fuerte que no volvieron a dar la luz, debido principalmente a los grandes destrozos en primer lugar en las eléctricas. El taller estaba cerca de la Plaza de España; hasta Hospitalet hay un buen trozo, pero como no funcionaba nada, opté por dirigirme a la Bordeta y hasta San José, o sea, a mi casa.

Mientras caminaba pensaba en todo lo que había pasado y lo que mis ojos habían visto con horror y cuanto había tenido que tirar al camión, algunos muertos. Y lo más fuerte era una niña destrozada y todavía apretando entre sus bracitos a una muñeca preciosa pero también destrozada. Pensando todo esto, sentía como las lágrimas me corrían cara abajo y al mismo tiempo me enturbiaban los ojos. A medio camino me encontré una fuente, y me senté con las manos llenas de sangre seca. Y la americana toda manchada de lo mismo, de la sangre de personas inocentes de la maldad de los hombres.

Cuando llegué a casa mi padre me esperaba despierto:

«Pues… ¿Qué ha pasado?»
«Mucho, padre; pero vaya a dormir, que yo no tengo ánimo para hablar. Mañana ya le explicaré»
«Hasta mañana, hijo. » Y se volvió a la cama.

Yo sabía que no podría dormir, debido a mi estado de ánimo y salí al patio. Y al alzar la cabeza vi la luna completamente llena, con gran resplandor. No sé qué me pasó: pero al mirarla me pareció que las manchas normales eran ojos, nariz y boca y me pareció que sonreía burlona.

Y por un instinto desconocido, hice algo que no había hecho nunca, ni creo hacerlo nunca más: levante el brazo y cerré el puño, amenazándola y diciendo: «Maldita luna. ¿Por qué has salido, es que no te podías esconder? »
Fin

                                                     Salvador Jofré Raventós (Poco después del 17 de Julio de 1984)