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Salvador Jofré Raventós, mi protagonista, mi abuelo, con 21 años |
Cuarenta y seis años después, me
decido a escribir sobre aquel turno de noche del 16 de Marzo del 38.
Veintisiete años tenía. Mis hermanos, Joan y Pere, se habían enrolado en el
Ejército, pero la industria de guerra republicana no quiso desprenderse de mí,
uno de sus mejores torneros mecánicos; así que me quedé atrás, para fabricar
piezas de bombas y cuidar de un padre jubilado y enfermo. El taller metalúrgico
estaba cerca de la Plaza de España, en Barcelona. Aquel miércoles, sus naves
también rebosaban del rumor incesante de las hileras de tornos. Yo era uno más
de los hombres enfundados en batas azules que se inclinaban sobre ellos, las
manos encallecidas sobre ruedas y palancas, percibiendo la fricción del cabezal
de fresado contra la pieza a la que daba forma. Acababa de comenzar el turno de
las diez, y ya había desconectado el motor eléctrico de la máquina para sacar
el cono truncado de una nueva espoleta de tipo “Entero”, usadas en bombas de
aviación. Por eso me ganaba mis buenas diez pesetas de jornal.
Mientras soplaba las virutas
rizadas del aluminio sobrante, miré al fondo del taller, donde trabajaba Julián
"el Andaluz", cada día más mayor y encorvado. Ya lo era el día que le
pedí trabajo y, con su marcado acento sevillano, me preguntó:«¿Pero sabes lo
que es un torno, xavá?». Yo negué con la cabeza. «¿Ves este grifo? Recién traío
de la fundición y ya le he hecho los agujeros y la rosca, sólo queda pulirlo».
«Aprendo rápido», respondí. «Pues ponte aquí, a mi lao. A ver si es verdá».
Todos le teníamos afecto; hasta
los jefes. El martes se presentó con un nuevo aprendiz con cara de niño; no
recuerdo su nombre. Julián le narró mis supuestas hazañas como bailarín. «A
Salvador no le faltan muhere: las madres le traen a sus hijas para que las
enseñe» Me tenía que haber mordido la lengua, pero dije la verdad: que ya fuera
en el baile o en la cola del pan, las mujeres nos mirarían de reojo, sí; pero
preguntándose por qué unos chicos tan sanos no acompañaban a sus hijos en el
frente.
―Nieto, vete a dejar tus cosas en
la taquilla. Ahora voy.
La voz de Julián sonó tensa.
Esperó a que el chico se alejara, antes de volverse hacia mí.
―Hay que joerse, Jofré. Ni quinse
años tiene; no vuelvas a mentarle el ir al frente.
Sólo atiné a callarme. Pensé que
ya me disculparía con él. Más tarde.
Pero comenzaron los aullidos de
las sirenas antiaéreas. Aunque la Junta de Defensa Pasiva dejó la ciudad a
oscuras, la puñetera luna estaba en su pleno, descubriéndonos ante nuestros
enemigos. Vi las brillantes alas de los trimotores italianos a través de un
ventanal: Savoia-Marchetti S.M.81 “Pipistrello” (murciélago), procedentes de
sus bases en Mallorca. Su zumbido furioso ponía la piel de gallina. De pronto
escuché un silbido muy agudo y salí despedido por los aires, envuelto en un estruendo
que me ensordeció. Aquella primera bomba salvó mi vida: volé hasta los pies del
torno frente al que trabajaba y, aunque el golpe casi me dejó inconsciente,
quedé rodeado por las gruesas placas de acero que eran la base de la máquina.
Aferrándolas, me encogí y me apreté contra el suelo, aterrado. Sólo oía
silbidos. Cada impacto proyectó restos de paredes, puertas y ventanas, que
pasaban por encima de mí o se estrellaban contra el bendito torno. Tras el
séptimo, se hizo el silencio. Pensé que, después de todo, moriría por la
polvareda que me rodeaba abrasándome los pulmones. Comencé a oír gritos de
angustia y mi propia tos incontrolada. Con gran dificultad, salí de debajo del
torno. Buena parte del techo había desaparecido. La luna se asomaba al interior
del taller, reflejándose sobre las máquinas más pesadas, las únicas que
permanecían en su sitio. Me avergüenza confesar que, cuando distinguí dónde
quedaban las salidas, huí a toda prisa, sin pensar en nada más.
La calle estaba destrozada,
sembrada de cadáveres: civiles que huían de sus casas y no llegaron a los
refugios. Sus restos yacían entre socavones, cubiertos de tierra y trozos de
adoquines. Los supervivientes no atinábamos a hacer nada. Nos sacaron de
nuestro aturdimiento las sirenas de dos ambulancias, acompañadas de varios
camiones con soldados.
―¿Estáis heridos?―nos preguntó el
que los comandaba, con voz autoritaria.
Reconocí su divisa con dos galones
dorados bajo una estrella roja.
―No, mi teniente ―respondí,
inseguro.
―¡Pues moveos! Llevad a los
heridos a las ambulancias. Los muertos, a los camiones. Vamos, recógela.
Me señaló un pequeño abrigo tirado
en el suelo. Un líquido oscuro surgía por debajo de él. ¿Era una niña? No quise
darle la vuelta. Su piel parecía intacta, pero cuando alcé aquel liviano
cuerpecillo por la cintura, se dobló como un muñeco de trapo al que le hubieran
cosido cabellos rubios. La onda expansiva lo había deshecho por dentro; para
cuando escuché que goteaba, las salpicaduras ya penetraban las perneras de mis
pantalones. Olí a sangre. Horrorizado, aparté de mí el cuerpo y, tratando de no
resbalar, lo llevé al camión.
Los gritos del nieto de Julián me
hicieron mirar hacia las puertas del taller. Aliviado, vi que salía con su
abuelo echado a la espalda. Pero el joven rechazaba toda ayuda. Comprendí el
porqué, cuando le redujeron y vi cómo el escuálido cuerpo de Julián era subido
a uno de los camiones.
Manos, pies, cadáveres enteros;
parecía que llevábamos una hora recogiendo restos, pero no eran ni las diez y
media cuando volvieron a sorprendernos las sirenas antiaéreas. El teniente nos
ordenó que corriéramos a los refugios, pero todos ansiábamos regresar a casa.
No volvieron a dar la luz: cuando el último camión se marchó, abandonándonos en
aquel mundo en blanco y negro bajo la luna, nada funcionaba; no nos quedó otra
que andar. Confundidos y sucios, comenzamos a dispersarnos sin cruzar nuestras
miradas, en un mutismo sólo quebrado por algunos sollozos, entre ellos los
míos. Mi casa quedaba cerca del Ayuntamiento de Hospitalet. Un buen trecho, sin
más compañía que el resonar de mis pasos y las imágenes terribles que me
bullían en la cabeza; y la luna, que volvía a ser amiga y me mostraba el camino
entre los descampados. Al menos no hacía el frío del pasado enero, cuando las nevadas.
Estaba tan cansado. A medio
camino, encontré una fuente pública y me senté, incapaz de dar un paso más.
Estuve a punto de manchar su pulsador con las manos; en vez de eso, apoyé el
codo en el botón y las introduje bajo el chorro helado, frotándolas con ansia.
Dejé que el agua fluyera sobre ellas, sobre los puños de la bata, sobre las
perneras y los zapatos, antes de echármela a la cara. Entonces lo reconocí:
aquel grifo era uno de los primeros trabajos que realicé. Pasé las doloridas
yemas de los dedos por su latón envejecido. «Así notarás si queda algún filo,
aunque no puedas verlo», me había confiado Julián, años atrás. «Bien, Salvador.
Bonita pieza» y el recuerdo de su mano en mi hombro fue tan vivo que,
sobresaltado, me levanté y miré detrás de mí, al horizonte enrojecido por los
ataques, donde las bombas eran truenos lejanos. Pensé en papá. Antes de irme,
no pude evitar que mis dedos volvieran a recorrer el contorno de aquella
fuente. Tan simple. Tan útil.
Muy bonita, en verdad.
Joan Villora Jofré.