La llama azulada del fogón lame la cafetera con un fuego tan frío como el de mi sangre. Hoy se cumple una semana desde que enterré a mi hijo; pero él no ha vuelto a nombrarle.
Ahora que me falta Pablo, mi reflejo en las ollas me grita que ya sólo soy una vieja gruesa y ojerosa; incluso la cocina parece aún más pequeña: a esto se ha visto reducido todo el mundo que mi marido me prometió.
—¡Paloma! ¿Dónde está mi café? —grita Fermín desde la terraza, levantando la voz entre los últimos compases del “Cara al Sol” de la radio.
Para él, hoy sólo es el vigésimo aniversario del alzamiento nacional.
Saco la cafetera del fuego y lleno una taza; la pongo en una bandeja, “como tiene que ser”, y dejo caer una gota de leche de almendras en el líquido oscuro; mientras la mezclo con la cucharilla, sólo puedo pensar que me ha quitado lo único que me dio que valía la pena.
—¡Paloma! —vuelve a gritar, fustigándome con su voz.
Abandono la cocina y, tras avanzar entre la penumbra del pasillo, salgo a la luz y al estruendo de la terraza.
Me doy cuenta de que las vistas ya no me conmueven: ni las casitas donde crecí, ni el mar, ni el cielo. Los trinos de las golondrinas, ahogados por una marcha militar, son el único saludo que recibo.
El viejo está sentado junto a la mesa redonda de mimbre: encorvado, ceñudo y con la mirada clavada en el periódico. ¡Y se ha puesto la gorra roja y la camisa azul de su odioso uniforme de la Falange!
—¡Siempre tan lenta para todo! —dice, chasqueando la lengua en señal de disgusto.
—¿Tenías que vestirte así? —le digo, apenas disimulando mi asco.
—¡El azul de esta camisa corre por mis venas! ¡Entérate, mujer!
No es el único al que el veneno le rezuma por las venas: mi azul tizna el aire que respira y el cielo que le envuelve, incluso el mar que se ve y oye desde la terraza.
Mirando las arrugas de su rostro enjuto, me pregunto qué vi en aquel hombre bajo y de bigotito ridículo que, como cada tarde, toma la bandeja y ni me mira.
Pero hoy el timbre de la puerta me deja helada.
—Buenas tardes, señora Pardo. ¿Cómo se encuentra?
El fornido joven de elegante traje a rayas que me sonríe en el umbral es Alberto, el niñito rubio de grandes ojos claros que me pedía caramelos cuando yo aún trabajaba en la farmacia de su familia. Fue el fuerte brazo del joven el que me sostuvo en el entierro; sus ojos los que lloraron a mi hijo, mientras Fermín evitaba asistir, fingiendo estar enfermo.
¿Cómo cerrarle la puerta, a pesar de todo?
—Ya lo ves. Vamos tirando. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Pasa, no te quedes en la puerta —digo, mientras me muerdo los labios, le cojo del brazo y le acompaño hasta la terraza.
Mi marido nunca ha sido amante de las visitas, pero un cierto servilismo le obliga a bajar el volumen de la radio y levantarse a recibir al antiguo jefe de su hijo; al fin y al cabo, cuando Alberto regresó de la ciudad con la carrera de medicina terminada y el deseo de conservar el negocio familiar a la muerte de su padre, fue él el que le sugirió que tomara a Pablo como dependiente “para hacer de él un hombre”.
—Siento que usted no pudiera asistir al entierro. Quería darle mi pésame personalmente —dice el joven, estrechándole la mano.
—Gracias —responde Fermín, sin mirarle a la cara.
—Nunca me dio un motivo de queja, aunque entiendo que trabajar en una farmacia no podía compararse a su sueño de ser pintor. Era una persona de una gran sensibilidad.
Ante la sorpresa de Alberto, la cara de mi marido se torna escarlata.
—¿Qué coño ha querido decir con sensible? ¡Creí que era un amigo! ¿Un hijo mío… sensible? ¡Antes...!
No puedo contenerme.
—¡Antes muerto! ¿Verdad? —grito, fuera de mí— ¡Desde que viste sus dibujos, ya no podías seguir engañándote! ¡Fuertes manos que parecían salir del papel! ¡Espaldas de músculos tensos y vivos!
—¡Calla, desgraciada!¡No estamos solos!
—Él te quería. ¡Jamás te hubiera alzado la mano!; pero tú… ¡casi lo matas de la paliza! Le humillaste, le dijiste que no volviera hasta que te demostrara que tenía sangre en las venas. ¡Le mataste!
Mi marido me cierra la boca de un puñetazo; aún conserva fuerzas suficientes como para tirarme al suelo.
—¿Fue el día que le encontró muerto en la bañera? ¿Fue ese día? —exclama Alberto, dedicándome una fugaz mirada tras aferrar a Fermín por la camisa y la garganta.
Asentí. Mi sangre sobre el terrazo me recuerda otras baldosas teñidas de rojo, por siempre azules, donde se reflejaba el cuerpo desnudo y frío de Pablo: se había cortado las venas con la navaja de afeitar de su padre.
En aquel momento morí, y todo aquel azul entró en mi carcasa reseca, ya vacía y helada.
—¡Hijo de perra! ¡Desgraciado! Debería…
Alberto calla. Ha visto los dedos de Fermín, cuyas uñas azuladas me delatan ¿Habrá comprendido el propósito real del cianuro que le pedí? Ya todo me da igual. No me importa que se sepa que ahora que mi hijo ha perdido su vida gota a gota, Fermín esta perdiendo la suya taza a taza.
—Incluso quemó todos sus dibujos y fotos —añado, llorosa—. No me dejó nada.
Incrédula, observo la expresión dura con la que el joven mira a mi marido; nunca hubiera pensado que aquellos ojos pudieran llegar a ser de un azul tan oscuro e intenso. Disfruto el miedo en la mirada de Fermín, que apenas roza el suelo con la puntera de los zapatos.
—Déjale, Alberto. Es mi marido —digo, cogiendo el hombro del joven.
Era yo la que me había dejado engañar por aquel sargento de los nacionales, que me hablaba de su soledad y siempre tenía una palabra amable. En cuanto nos casamos, me hizo abandonar mi trabajo en la farmacia: una sirvienta y una puta era lo que buscaba.
Alberto termina por soltarle.
—¡No… te atrevas a volver a tocarme! ¡Si cuentas algo de todo esto, yo…! —grita mi marido, casi sin voz.
—¡Como le vea un sólo cardenal a su mujer, ese será el menor de sus problemas!
—Te acordarás de mí ¡No vuelvas a esta casa! ¡Paloma, enséñale dónde está la puerta! ¡Y no te entretengas! Tráeme otro café ¡Éste está helado!
Mi marido se sienta con dificultad. Yo voy tras Alberto.
Cuando éste llega a la puerta, la abre y sale sin volverse a mirarme; pero, tras un instante de vacilación, se detiene en el umbral.
—Cuando él muera, llámeme; recuerde que soy médico… y un amigo.
Asiento con la cabeza, aunque no me mira.
—Ojalá supiera expresarle cuánto amé a su hijo.
Paralizada, reconozco aquellas fuertes espaldas, aquellas manos dibujadas con tanto detalle.
“No olvide llevarle el café”, le oigo decir antes de que cierre la puerta.
Joan Villora Jofré
Me gustó mucho este relato cuando lo lei en el blog de aula,me pareció muy original y actual. Está y la de Quique la leeré otra vez en la antología, si no cambian las cosas.
ResponderEliminar¡Hola, Marien!
ResponderEliminarGracias por los ánimos, aunque ahora que los he vuelto a leer, sólo puedo fijarme en sus fallos. Bueno, así aprendo.
Como verás, ahora que he empezado el blog en serio, estoy colgando alguno de mis viejos relatos del aula, ya que son los más antiguos.
Pronto habrá nuevos, que conste. Como el próximo.
Saludos
Joan
Gracias Joan por tu felicitación. Cuando tenga la maqueta de la portada de "Cuento Atrás" haré una entrada como está.
ResponderEliminarPor cierto en mi cine de verano no hay mosquitos, solo luciérnagas y estrellas.