viernes, 25 de septiembre de 2009

Entre Sombras

Han pasado más de veinte años y aún siento un nudo en el estómago cada vez que me acerco a este ancho portal de hierro. Me cuesta creer que ya no esté ahí, intentando atraparme.

Recuerdo las primeras semanas tras su muerte, cuando yo apenas tenía ocho años. El “Sube, Quique” de mi madre a través del portero electrónico, cuando cada tarde volvía del colegio y mis pasos terminaban por dejarme, muerto de miedo, frente a las rejas metálicas pintadas en blanco y negro de esta puerta acristalada.

En cuanto se abría, y el frío del amplio rellano se filtraba bajo mis pantalones cortos, yo la empujaba con cuidado hasta la posición en la que tardaba más en cerrarse. Para entonces, ya notaba su presencia invisible justo detrás de mí; pero él apenas percibía este mundo. Sin atreverme a perder la calma, o provocar el más mínimo ruido, aferraba el asa de la cartera del colegio y, soltando la puerta, echaba a correr como un loco hacia la escalera. No sé cómo se me había metido en la cabeza que si lograba sobrepasar el tercer escalón él ya no podría seguirme.

Primer escalón… segundo… ¡tercero! Entonces, el estrépito de la puerta me sobresaltaba, y yo continuaba subiendo, sin mirar atrás, forzándome a ir cada vez más deprisa para alejarme de la figura invisible que imaginaba rabiosa y frustrada. Llegaba asfixiado al primero primera, clavando mi dedo índice en el timbre de casa.

Sólo me sentía a salvo cuando hundía la cabeza en el delantal de mamá y ella me abrazaba.

Mi madre, “la señora Paquita”, era regordeta como una muñeca de trapo, pero no tenía nada de blanda: el día que mi padre llegó a casa borracho y le dio por golpearme con más saña que nunca, aquella mujer bajita y dulce corrió a la cocina y, tomando la sartén más grande sobre los fogones, atacó decidida a un hombre furioso que la doblaba en tamaño. Le recuerdo huyendo de casa. Oí cómo tropezaba y rodaba por las escaleras hasta caer en el rellano, provocando los gritos histéricos de alguna de las vecinas.

Ahora que tengo las piernas mucho más largas y que apenas he de apresurarme, ni siquiera noto su presencia. El golpe de la puerta al cerrarse me sorprende en el primer piso, llamando a casa de mi madre. Cuando sale, fuerzo una sonrisa a sabiendas del mal estado de mis dientes. Está pálida, aún más débil y vieja.

—Hola, mamá.

Su mirada triste me duele más que nunca.

—Hola, Enrique —me dice, mientras le planto un par de besos—. ¿Ya has encontrado trabajo? —pregunta, bajando la mirada al dejarme pasar.

—Ayer tuve una entrevista. Supongo que me llamarán —miento, esperando que mi ropa no huela demasiado.

Evito verme en el espejo del recibidor, topándome con una vieja foto mía sobre el pequeño mueble de la entrada. En ella, mi piel aún es clara; mis ojos castaños, alegres; mi melena, espesa y libre de canas.

Sigo a mi madre por el pasillo. Anda arrastrando las zapatillas por culpa de la artrosis, pero ella camina poco, ya que el piso es pequeño; aunque lo cambiaría con gusto por la chabola donde malvivo. Llegamos al comedor. Salvo por un pequeño televisor apagado, todo es viejo, aunque limpio y bien cuidado. Me pongo cómodo en el sillón de mi padre, con las manos sobre la mesa de madera donde mi madre me ayudaba a hacer los deberes, aunque estuviera cansada de fregar suelos. ¡Qué recuerdos!

—Espérame aquí, que cenarás algo. ¿Quieres una tortilla, hijo?

—¡Sí! —digo, quizás algo impaciente.

En cuanto me da la espalda, me lanzo a por el bolso colgado sobre una de las sillas. Sonrío al encontrar el monedero. Maldición. Sólo tiene un billete de veinte ¡Un puto billete de veinte! Veo mi cara furiosa reflejada en el televisor: ojos saltones, mejillas delgadas y amarillentas, dientes podridos.

La viva imagen de mi padre.

Me pongo tan nervioso, que ni me doy cuenta de que ella me está espiando desde el pasillo. Se acerca y, sin decir nada, me levanta la manga izquierda de la camisa. Al ver la gran cantidad de pinchazos, se aparta de mí negando con la cabeza.

—¡No pasaré por esto otra vez! ¡Vete! ¡Vete y no vuelvas! Vete… —repite.

Algo pasa. Se encoge y, emitiendo un quejido, se lleva una mano al pecho, mirándome fijamente a los ojos.

—¿Mamá? —exclamo, mientras ella cae de rodillas.

Sin decir nada, me señala el teléfono sobre una repisa del armario junto al televisor. Doy un paso hacia él… y me detengo. He recordado que soy su único heredero. Ella sigue señalándome el teléfono, hasta que comprende que la heroína ya me ha helado el corazón.

Sus ojos se clavan en los míos.

—Eres… como él… —me susurra en un hilo de voz, su último aliento.

Aparto la cara para evitar su mirada; pero el vidrio negro del televisor me muestra a mi madre mirándome sin ver, tumbada en el suelo. Estoy loco: creo que mi reflejo junto a ella sonríe.

Cierro los ojos y huyo del comedor cerrando la puerta. Sin apenas darme cuenta, entro en la cocina, abro el grifo y me echo agua en la cara y la nuca.

—¡Mamá! —exclamo, sollozando desesperadamente sobre el fregadero.

Entonces me incorporo, sorprendido: me ha parecido oír el roce de sus zapatillas. No puede ser.

Me quedo en silencio y escucho. Nada. Cuando ya casi me he convencido de que son los vecinos de arriba, lo vuelvo a oír. Sin duda, el sonido se ha detenido tras la puerta del comedor. Me la quedo mirando hasta que veo que el tirador empieza a girar lentamente, con un débil chirrido.

Mi corazón se me dispara en un instante. Corro hasta la puerta que da a la escalera y, tras abrirla, abandono el piso sin molestarme en cerrarla, bajando los escalones de dos en dos.

Estoy a punto de pisar el rellano, cuando me percato de la sombra borrosa que oscurece parte del portal que da a la calle.

Siento una terrible punzada en el pecho. La sombra camina vacilante hacia mí.

Retrocedo sobre mis pasos. Estoy en el primer escalón, sólo tengo que subir dos más. Ya estoy pisando el segundo, cuando el chirriar de unos goznes me hace levantar la vista.

Con la boca abierta, observo cómo la puerta de casa de mi madre se cierra a toda velocidad, terminando por dar un gran portazo.

Joan Villora Jofré


2 comentarios:

  1. Lo lei una vez, antes y me parece igual de bueno... La droga y la perdida de un hijo en vida sigue siendo lo que aterra, mucho mas que los fantasmas...
    La realidad si da miedo!!!!
    Un saludo

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  2. Hola, lápiz cero:

    Muchas gracias, un gusto que alguien comente.

    Por cierto, yo no digo que sean fantasmas; bien podría ser que un chaval traumatizado y que se hace drogadicto vea cosas raras, sobre todo con la conciencia tan culpable.

    Joan

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